Estuve rota, no por pedazos,
sino por huecos que no cerraban,
por madrugadas sin abrazos,
por tantas veces que no me hablaban.
Dormí en silencios que no eran míos,
bebí del agua que no calmaba,
fingí calor con cuerpos fríos,
soporté más de lo que pesaba.
Pero un día, sin prisa ni aviso,
algo cambió dentro de mi voz,
ya no dolía mirar al piso,
ya no era sombra lo que era Dios.
Sentí que el aire sabía a canto,
que mi reflejo no me gritó,
y aquel vacío que siempre espanto
por fin, un poco, se me cerró.
No fue un milagro, fue resistencia,
la flor que nace entre el alquitrán,
la luz que insiste tras la violencia,
la risa tímida que se da.
Volví a quererme sin condiciones,
a caminar sin el disfraz,
a no temerle a mis emociones,
a hablar conmigo en paz, por paz.
Hoy no soy otra. Soy la que queda
después del fuego, pero de pie.
Soy esa voz que aún tiene cuerda
y dice “estoy bien”, y lo cree.